miércoles, 1 de agosto de 2012

Lenguas Modernas

Es agradable. Esto de conocer gente, digo. Compartes con ellos un trocito de tu vida, les das una porción de compañía y conoces a un montón de buenas y grandes personas, incluso dos o tres colegas.
Y al final acabas queriendo bastante a algunas. No puedes evitarlo. Yo no he podido evitarlo, porque hay un par de ellos que se han quedado conmigo hasta el final, hasta agotar el último segundo, hasta beberse cada gota de la luna llena.

Generalmente no conozco gente nueva asiduamente. No me gusta. No me dejo.
No es fácil que así sea, porque continuamente cambio de compañeros de clase, hago cursillos, salgo por ahí, y todo está lleno de gente. Pero aun así esa gente nunca me llama la atención. "¿Para qué molestarse en conocer a alguien si no lo vas a volver a ver en la vida?" o "¿Por qué si no te va a aportar nada útil?" son algunos de mis argumentos.
Pero todo cambió a principios de Julio, cuando empecé un intensivo de Inglés en el Centro de Lenguas Modernas. Mi nivel de inglés siempre ha avanzado muy rápido a pesar de no dar ningún tipo de clases para ello, pero quería que alguien me evaluara, me corrigiera y me dijera en qué debía centrarme para seguir progresando, así que, aunque tenía mis dudas, me apunté a un curso intensivo de inglés que ha durado todo Julio entero. Y no me arrepiento de nada salvo de que ya haya terminado.
En este tipo de situaciones no suelo intimar con la gente: me abstraigo, aprovecho el curso lo mejor que puedo, y me olvido de la gente a los 10 minutos de haber terminado. Pero esta vez fue diferente. No sé si por autoconvencimiento, o porque el variopinto grupo de la clase formábamos un conjunto enormemente carismático, pero no he podido evitar entregarme a ellos tanto como lo ha permitido un caluroso mes de verano.

Y la verdad es que no ha estado mal. Tantas experiencias y tanta gente tan distinta y tan diferentes que no podía salir mal del todo. Hoy (ayer) terminé el examen final y salimos a tomarnos unas cervezas profesora-y-alumnos. He vuelto ahora y aunque me muero de sueño me apetecía escribir esto para expresar lo mucho que me ha gustado mi vida este mes (otro día ya me tocará arrepentirme de lo escrito).
Mañana por la mañana tendrán que despertarme entre las dos chicas que vienen a visitarme. Me zarandearán hasta sacarme de este sueño que ha sido el mes de Julio para despertarme en la cruda realidad de un Agosto lleno de trabajo, prácticas y asignaturas pendientes.

Pero ya me despertaré luego. Esta víspera de Luna Llena, me gustaría darle las gracias en particular a esas dos personas, hasta hace poco completamente anónimas, que me han aguantado hasta el final y que se han ganado todo mi cariño. Mientras mi memoria lo soporte: Gracias.

viernes, 16 de marzo de 2012

Los fugitivos

Dicen que las canicas son los sueños fugitivos de los hombres.

Que de noche escapan en forma de vapor hacia el cielo, y en un punto del horizonte se condensan para volver a caer y aterrizar en los bolsillos de los niños.

Mates, metalizadas, cristalinas, de ojo de gato... hay tantas como sombras danzantes alrededor de una fogata. Y aunque todas son maravillosas, a su manera y en su momento, nada puede compararse a las de formas más puras.

Me refiero a “las cambiantes”. A las que según la incidencia de la luz, estado de ánimo (oh, si, también tienen temperamento) o azar, modifican su color y forma. Todos nos dimos cuenta de que no hay una regla válida para determinar estos cambios y, por alguna extraña razón, jamás decidimos preguntarlo.

Cuando crecemos y las olvidamos en un cajón de la casa, no se quedan quietas esperando que un golpe de nostalgia te lleve a jugar con ellas. No. Ellas lo saben. Saben que has crecido y se escapan otra vez al cielo en busca de nuevos niños.

La única forma de que una canica sea feliz es siendo regalada. No hay ilusión más grande que la que es compartida.


Si estás leyendo esto, probablemente “perdiste” o regalaste tus canicas hace mucho tiempo.

No te culpo, las personas también se evaporan.

Como los sueños

Como los sueños.

martes, 7 de febrero de 2012

Mi canción huidiza

Es molesto, tengo una canción que suena justo detrás de mi tímpano. El sonido no es tan alto como para distinguirla, la vibración no es tan intensa como para sentirla, pero está ahí, insistente y eterna como el zumbido de una noche de verano.
Si no pienso en nada, casi puedo tararearla. Casi. Pero enseguida descubro que no puedo.
Me pongo a pensar en otras cosas, me distraigo, pero tarde o temprano sobreviene otro silencio y allí está mi canción, detrás de mi tímpano, incansable y paciente como el lento discurrir del agua.
Intento prestarle atención, pero entonces ella se me escapa, huidiza, como arena entre los dedos, dejando tras de sí esa sensación opresiva, como si nunca pudiera llenar del todo mis pulmones, como si algo me oprimiera el pecho hasta hundirlo en su desesperación.


Pensé que mi canción estaba intentando jugar conmigo al escondite, pensé que si la encontraba terminaría todo. Pero ya he escuchado todas las canciones que alguna vez escuché, y ahí sigue mi canción, detrás de mi tímpano.
Pensé que tarde o temprano desaparecería. A veces se va. A veces creo que me he librado por fin de ella para siempre. Pero al final vuelve, de la mano de un nuevo silencio, como si fuera una amante caprichosa.
Yo ya la espero, paciente. Y ella siempre vuelve, insistente y eterna, como el suspiro que precede a un beso nonato.